miércoles, 29 de julio de 2020

Caer en la tentación.


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Habiamos quedado en el Café de la Opera, a las doce.

 Llegué puntual, raro en mí, un par de minutos antes. Ella no estaba. Pasaron las 12 y 5 y seguía sin venir. Yo empecé a temer lo peor. Escrutaba las caras de los transeúntes, intentando reconocerla por la foto que me había enviado. De repente una chica se acercaba por la acera, a unos 20 m. Sin tiempo de reconocerla, me sonrió y me hizo una seña. Yo no daba crédito a mis ojos. Era guapísima, morena, pelo brillante, ojos oscuros, pequeña de estatura.

Nos dimos dos besos, qué tal, M. Bromeamos, ya pensaba que me dabas plantón, etc.  Decidimos pasear rambla abajo, hacía un sol radiante.  Ella caminaba deprisa, yo iba más despacio. Era simpática y charlatana, sonreía mucho. Llegamos al maremagnum y nos sentamos en una terraza. Fuimos desgranando conversaciones, temas, familia, aficiones, viajes, experiencias.
La charla fluía sin dificultad, sin silencios embarazosos, con alguna broma, sin entrar en muchas intimidades aún. 

Llegó la una y pico y nos levantamos para ir a buscar el coche. Parking, Via Laietana, Hotel Claris. Dejé el coche con el portero y entramos. El restaurante, “East47”,  estaba desierto, aburrido, y la decoración no era tan impresionante como decía la guia. Yo no estaba a gusto e insistí para marcharnos a la Brasserie Flo. Coche en el parking de Urquinaona y caminamos hasta allí. Mesa céntrica, correcta. Ella dijo que prefería los salones pequeños, pero bien. La carta no era impresionante, pero suficiente. Me propuso compartir ensalada de primero. Esto me sorprendió agradablemente, indicaba cierta confianza.  Me dejó escoger el vino, blanco. La ensalada no le gustó mucho, de endivias, no nos la acabamos. Me fijé que la primera copa de vino había desaparecido. 

El segundo plato estuvo mejor, y también lo compartimos. La conversación se habia hecho ya más íntima, sobre amistades, amores...  En algún momento le dije varios piropos, tan a cuento como pude, y los aceptó con una sonrisa. Al acabar el segundo, ella seguía inclinada hacia delante sobre la mesa, indicando interés. Nuestras miradas eran directas, muy cercanas, a los ojos.  Hubo algún movimiento de manos sobre la mesa que podria haber acabado en roce, pero no llegamos a tocarnos.
Compartimos el postre también. Ella no dejó de sonreir. Tan solo le puso nerviosa en alguna ocasión alguna mirada mía excesivamente fija en sus ojos. Me levanté para ir al servicio. Recordé otra ocasión parecida, pero no quise pensar mucho. La situación actual me parecía absolutamente irreal. 

Pagué y nos fuimos, volvimos a Urquinanona, eran las 4 y algo.  Le pregunté qué le apetecía hacer y no pude dar crédito a mis oidos cuando dijo “lo que quieras”, indicando que quería seguir conmigo. Habíamos hablado de ver exposiciones así que sugerí acercarnos al MACBA.

 Laietana, Comtal, Sta Ana, Ramblas, carrer del Carme. Llevábamos más de cuatro horas juntos y apenas había habido pausas en la conversación, si bien el ritmo era tranquilo, con buena alternancia entre ambos. Mientras caminábamos y hablábamos ya hubo algún pequeño contacto en el brazo, en la mano.

Entramos en el museo, quería pagar ella la entrada pero no le dejé. Vimos la planta baja y nos burlamos un poco de la falta de interés del montaje. Subimos al primer piso, había algunos cuadros abstractos, sin apenas interés y algunas fotos. Llegamos a una sala diferente, que nos sorprendió, oscura, con un mural en forma de capilla kitsch  muy almodovariana, iluminada con luces de colores y donde una serie de objetos sin sentido se alineaban alrededor de imágenes como de santos o vírgenes, mientras sonaba un bolero de Antonio Machín. Había un banco frente al montaje y me senté, ella se sentó junto a mí. Era la primera vez en todo el día que nos encontrábamos en esa posición.

La sala estaba en penumbra. Hicimos algún comentario y después quedamos en silencio, uno junto al otro. Yo procuraba estar sentado lo más cerca posible de ella. La miré, pero ella sonrió y apartó la mirada. Yo sabía que era el momento de insinuar algo, pero el hecho de que rehuyera mi mirada me detuvo, no pude decidirme... sólo había besado a tres mujeres en toda mi vida, la inseguridad de la inexperiencia me dominaba. 

Pasó el momento, nos levantamos y continuamos la visita por el piso superior. Nada nos gustó, y empezamos a descender. Desde arriba se oía la música de aquella sala y comentamos que aquello había  sido lo mejor de la visita. Me dirigí decidido hacia allí, de nuevo. En efecto volvimos a sentarnos en el banco y a mirar el mural y nos fijamos en algunos de los objetos divertidos que figuraban. De nuevo se hizo un silencio, para mí tenso y angustioso, pues debía decidirme. Ella evitaba mi mirada, pero sonreía.

“¿Quieres probar?” – susurré por fin. Ella me entendió perfectamente. “No” – dijo suavemente. Hice una pausa e insistí: -“Seguro que no quieres probar?”  Ella repitió “No”, débilmente. Yo decidí intentarlo. Me giré hacia ella y acerqué mi rostro al suyo. Ella no rehuyó. Rocé su barbilla con mi mano y acerqué mis labios a los suyos. Ella aceptó el movimiento y nos besamos, suavemente primero, luego más intensamente, ya un beso largo y húmedo. Ella escondió la cabeza en mi hombro, yo la abracé. Su pelo suave rozaba mi mejilla. Yo seguía sin creer lo que estaba sucediendo. Le acaricié el pelo, cogí su mano, besé su frente, su rostro, suavemente, volvimos a besarnos, largamente, apasionadamente, ahora ya abrazados, estrechando su cuerpo entre mis brazos. Su boca era fresca, suave y cálida, sus besos apasionados, recorriendo mi boca con labios y lengua. Deslicé la mano derecha por sus piernas, sobre el pantalón, pero no me dejó pasar del muslo.  Estuvimos así varios minutos, besandonos, haciendo pausas, abrazados. Apenas dijimos nada, alguna palabra suelta, -“M., eres maravillosa...”.

Los seguratas del museo ya empezaban a mirarnos, así que decidimos levantarnos y marchar. Caminamos cogidos por la cintura, sin hablar apenas. No estábamos especialmente alegres, más bien como desconcertados, sin saber qué pensar. Las implicaciones de lo sucedido daban vueltas en mi cabeza como en un  tiovivo, pero era mejor no pensar en nada. Salimos a la calle. Yo estaba seco, necesitaba beber agua. Llamé por teléfono a casa, eran casi las 6. Hablé con mi mujer. Le dí una excusa para llegar más tarde, no hubo problema.

Compramos unas botellas de agua y caminamos por calles del barrio chino, cogidos de la mano o de la cintura, entramos en el claustro de la Biblioteca de Catalunya. Yo terminé de beber. Había un pozo cegado, hicimos broma sobre el pozo de los deseos. Yo dije que ya había pensado mi deseo y la cogí por la cintura, volvimos a besarnos, de pie, largamente, yo tenía los brazos por debajo de su abrigo y estrechaba su cuerpo contra el mío, por su cintura, sus hombros, sus nalgas.  Ella devolvía los besos y respiraba agitadamente, para acabar escondiendo la cara sobre mi pecho.

Pasaba gente alrededor y continuamos caminando, mercat de la Boqueria, Ramblas, Plaça del Pi.  Me llevó a una cafetería muy íntima y acogedora, en el carrer de la Palla, cerca de la catedral. Bajando unas escaleras había una estancia abovedada con mesitas con velas, una música muy suave de blues. Realmente el sitio era perfecto. Nos sentamos en una mesita, uno frente a otro,  acariciandonos las manos por encima de la mesa.

Estuvimos hablando, con cierta tristeza, de la situación, de las complicaciones.  Ella me gustaba mucho, sus ojos, su pelo, sus labios, sus dientes, su sonrisa, su rostro, su simpatía. Decidimos no pensar y hablamos de quedar para el domingo ir al cine. Eran más de las siete y debíamos irnos. Me quiso acompañar hasta el coche , en Urquinanona. Caminábamos cogidos de la mano, ahora ya más en silencio. En una calle cerca de la catedral volvimos a besarnos. Apenas pasaba nadie y abrazándola, la apoyé de espaldas a la pared, mientras seguía besándola. Tenía entonces una mano libre para acariciarla, los muslos, las nalgas, la espalda, un seno. Llevaba bastante ropa y apenas sentí el tacto de su pecho, era más bien pequeño y firme. Hice alguna aproximación a la entrepierna pero ella me detuvo. Su respiración era casi jadeante, teníamos que detenernos de vez en cuando y nos abrazábamos estrechamente...

Ya volvimos a caminar hasta Urquinaona y nos despedimos en una esquina.  Habíamos pasado casi ocho horas juntos...

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