El beso negro es una
de esas manifestaciones de la sexualidad humana difícilmente explicable en términos
racionales.
Ahora bien, si
consideramos los asombrosos efectos provocados por la sobrecarga de
testosterona y estrogénos respectivamente, junto a otros componentes del cóctel
de hormonas que gobierna el comportamiento de dos especímenes en celo, la cosa adquiere un sesgo más aceptable.
De hecho, bajo el
influjo del citado cóctel, pocas cosas más deseables y excitantes podemos
imaginar que enterrar el rostro entre las turgentes nalgas de una mujer
hermosa, y lamer con delectación todo lo que encontremos por allí escondido,
provocando de paso exquisitas sensaciones de placer en la afortunada
propietaria del culo en cuestión.
Recíprocamente, y
quizá más asombroso aún, conseguir que
una distinguida dama se entusiasme durante sus exploraciones orales y vaya poco
a poco descendiendo hasta deslizar su delicada lengüecita por nuestras regiones
anales, al tiempo que masajea
enérgicamente nuestro miembro erecto, es una de las experiencias que
difícilmente olvidaremos el resto de nuestra vida.
Sobra decir,
naturalmente, que se aconseja encarecidamente haber practicado previamente una
concienzuda higiene de la zona en cuestión. Y aún así es una práctica
totalmente desaconsejada desde el punto de vista profiláctico. Pero en fin, así es la vida.
Cabe decir también
que, en contra del conocido dicho popular “donde hay pelo hay alegría”, el asunto suele ser mucho más apetecible en
ausencia de vello, por lo que tanto yo personalmente como mis sucesivas parejas
aficionadas a estos menesteres, preferíamos sin duda que todo estuviera bien
depilado.
Por terminar con un
ejemplo, recuerdo una segunda cita en la
que, después de la cena junto a la playa fuimos a pasear bajo las estrellas por
la playa oscura y solitaria. Tras los besos de rigor, mi excitación iba en
aumento, a la par que mi deseo de consumar la noche como es debido, y añadir de paso una nueva presa a la colección de conquistas. Ella alegaba
que estaba terminando los días de regla, a lo que yo repuse, “no hay problema”.
Me arrodillé en la arena detrás suyo, ella de pie, y empecé a besar sus muslos
ascenciendo poco a poco bajo su minifalda. Me recreé un rato mordisqueando sus
nalgas y finalmente alcancé, apartando ligeramente la tirilla del tanga, a
deslizar con suavidad e insistencia mi lengua por su ano, mientras ella, sorprendida, se
dejaba hacer…
Por supuesto que al
poco rato estábamos en mi casa ejecutando el resto de maniobras al uso. Por cierto,
no había rastro de regla.
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